Los muertos de La Bastida

febrero 1, 2021
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El alba despunta hacia Levante cuando el Land Rover enfila el recto camino que se dirige hacia el cerro de La Bastida desde la carretera local Mogente-Fontanares. Cruza el llano, el feraz Pla de les Alcuses, fondo de antigua laguna endorreica, cuyos limos y turbas enriquecen las tierras de labor y son causa de sus ubérrimas cosechas. Viñas a la derecha, de bobal, productoras de excelentes caldos, densos y oscuros. Barbechos a la izquierda, tras girasoles; casa de labor con perros ladradores que cuidan nutrido rebaño de ovejas, y más viñas.

El polvoriento camino, embarrado en época de lluvias con fango grasiento y pegajoso, termina al pie del cerro, donde empieza el denso pinar que cubre la ladera, umbrosa, septentrional. Tras pasar la puerta de hierro que impide el acceso al cerro, tuerce el camino a la derecha y ya entre pinos y sobre arcillas arenosas asciende en zig-zags a la cumbre, hasta la puerta principal del recinto amurallado que rodea el poblado ibérico.

Detengo el todo terreno y abro el candado, al regresar al vehículo observo que el campo de la derecha ha sido desfondado, profundamente. La tierra húmeda por las pasadas lluvias, más el rocío matutino, tiene vivos los colores y una gran mancha oscura, negra, casi azabache aparece en lo desfondado, cerca y paralela al camino.

¿Qué será esto? me pregunto; habrá que averiguarlo luego, a plena luz del sol, el aspecto promete, me contesto.

La vida en cualquier lugar, bien en cueva, bien al aire libre, deja en la prehistoria abundantes restos orgánicos, basuras vamos, causa del color oscuro de las tierras que los engloban; la ceniza es la combustión de restos orgánicos, de ahí, también, su color oscuro. La mancha detectada al pie de La Bastida tenía este origen y había que investigarla.

Durante las primeras horas de la mañana nos dedicamos a planificar el trabajo de limpieza y restauración de las casas de la gran ciudad ibérica, abandonadas tras su excavación cincuenta años atrás y, después del gratificante «almuerzo» de las diez, con la natural impaciencia descendimos al lugar.

Desde que en 1931 se excavara el, desde entonces Monumento Histórico Artístico Nacional, la gran asignatura pendiente de los arqueólogos valencianos ha sido encontrar la necrópolis del poblado, es decir el cementerio, el lugar en el que enterraron a los muertos durante casi un siglo, tiempo máximo de ocupación puesto que fue destruida violentamente a finales del siglo IV antes de Cristo, aproximadamente unos tres mil cadáveres y, consecuentemente, unas tres mil tumbas en cálculo rígidamente matemático. ¿Sería esta mancha la necrópolis de la Bastida?.

Eran cenizas dispersas en una superficie de unos noventa metros cuadrados y, con ellas, pequeños fragmentos cerámicos ibéricos que, aunque escasos, fueron suficiente prueba para aumentar las esperanzas.

Los iberos enterraban las cenizas del difunto, previamente incinerado, rito o costumbre que ha vuelto a estar de moda hoy día tras siglos de proscripción, en simples hoyos abiertos en la tierra, bien directamente allí o en el interior de vasos cerámicos de formas variadas según las épocas. Este hoyo se protegía con piedras simples los más sencillos o con estructuras construidas con sillares o con adobes en casos especiales. Junto a las cenizas aparecen las armas, objetos de la vida cotidiana, adornos y objetos del vestido, puesto que todo ello se colocaba en la pira funeraria y se incineraba completo. Las cenizas resultantes se colocaban en su totalidad en la tumba.

Al excavar se encuentra la cubierta protectora de piedra o adobe y, debajo, el hoyo con todo lo descrito, cuyo número y naturaleza dependerá de la situación económica del enterrado.

Dispuestos a encontrar esto iniciamos la excavación el año 1983. Cenizas y más cenizas, trozos de carbón, de cuando en cuando algún pequeño trozo cerámico o de metal, en superficie próxima a los 100 m2 y espesor de más de medio metro. Tumba, ninguna. El gozo en un pozo. Las esperanzas frustradas. ¿Qué era esto?.

Pues, sencillamente, lo que hoy llamamos tanatorio, el crematorio, el lugar donde se levantaba la hoguera o pira para la cremación. Tras ella se recogía todo cuidadosamente y se trasladaba al cementerio en sí. Cenizas siempre quedaban y su acumulación fue lo que localizamos. ¿Dónde, pues, está el cementerio? Sin duda, cercano, pero imposible señalar el lugar exacto, por lo que el enigma permanece.

JOSE APARICIO PEREZ- 28 AÑOS DESPUES

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