‘Post mortem’: ¿por qué antes guardábamos en casa fotografías de muertos?

febrero 3, 2023
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«Post mortem» es un término latín que significa «después de la muerte». En medicina, se refiere a un examen médico o autopsia realizado en una persona después de su muerte para determinar la causa de la misma. En el contexto de la fotografía, «post mortem» se refiere a una fotografía tomada después de la muerte de una persona, generalmente como una forma de recordar y honrar a la persona fallecida. Como se mencionó en mi respuesta anterior, esta práctica solía ser más común en el pasado, pero hoy en día es menos frecuente.

Niños, monjas o ancianas posan junto a flores, en lujosos ataúdes, habitaciones engalanadas o junto a sus seres queridos. La colección de retratos post mortem de la Biblioteca Digital Valenciana sobrecoge.

Antes, las fotografías post-mortem eran una forma de mantener viva la memoria de un ser querido después de su muerte. Estas fotografías solían ser tomadas poco tiempo después de la muerte y representaban una imagen final del difunto. Muchas veces, la persona muerta era retratada en un ataúd o sobre una cama, con el objetivo de representar su imagen de manera realista. La idea era que esta fotografía pudiera ser conservada por la familia como un recuerdo permanente del ser querido y pudiera ser mostrada a futuras generaciones. Con la evolución de la tecnología y la fotografía, esta práctica ha disminuido en popularidad y hoy en día es menos común. Sin embargo, algunas personas todavía conservan fotografías post-mortem como una forma de recordar a sus seres queridos y mantener viva su memoria.

Las fotografías post-mortem, también conocidas como retratos mortuorios, fueron una práctica común en el siglo XIX y principios del siglo XX. La tecnología de la fotografía se había desarrollado hasta el punto en que era accesible para la mayoría de la población, lo que significaba que las familias podían tener una imagen permanente de sus seres queridos después de su muerte.

Estas fotografías solían ser tomadas por fotógrafos profesionales especializados en retratos mortuorios. A menudo, el fallecido era retratado en un ataúd o sobre una cama, con el objetivo de representar su imagen de manera realista. En algunos casos, se les añadían elementos para suavizar su apariencia, como maquillaje y cambios en su postura. La idea era que esta fotografía pudiera ser conservada por la familia como un recuerdo permanente del ser querido y pudiera ser mostrada a futuras generaciones.

Además de ser un recuerdo para la familia, las fotografías post-mortem también eran utilizadas como una forma de demostrar el duelo. La exhibición de una fotografía post-mortem en la casa de la familia podría ser vista como una muestra de dolor y una forma de honrar al difunto.

Con la evolución de la tecnología y la fotografía, esta práctica ha disminuido en popularidad y hoy en día es menos común. Sin embargo, algunas personas todavía conservan fotografías post-mortem como una forma de recordar a sus seres queridos y mantener viva su memoria.

Es importante señalar que las fotografías post-mortem pueden ser un tema delicado para algunas personas y pueden evocar emociones fuertes. Sin embargo, para aquellos que las conservan, pueden ser una parte importante de su historia familiar y una forma de conectarse con sus antepasados.

Los fotógrafos, que también se dedicaban a la fotografía más convencional, solían anunciarse en la prensa como artistas absolutos capaces de ofrecer una imagen imborrable y «perfecta» de los seres queridos. Para eso, en los mismos anuncios, aseguraban que se desplazarían al domicilio tras el deceso para comodidad de sus clientes. José Navarro, Valentín Pla Marco, E. Joulia, Guzmán, J. Sánchez o los Hermanos Valero fueron algunos de los habituales de la fotografía mortuoria valenciana. Posiblemente, fueron los bebés y niños muertos los más populares entre los fotografiados. En estos casos adoptaban posturas de placidez y sueño; en ocasiones incluso lo hacían con los ojos entreabiertos. Debían darse prisa: las fotografías tenían que tomarse en sesiones apresuradas, con el fallecimiento reciente y los fotógrafos, convertidos en artistas post mortem, disfrazaban el rigor post mortem entre maquillaje y posiciones en las que parecieran ángeles.

Medio siglo antes de estas sorprendentes imágenes, ya existían en nuestro país fotógrafos post mortem como Eugenio Mattey (1808–1877), que se dedicaba a la fotografía desde 1848 y que, tras sus inicios precarios, inauguró su estudio fotográfico en el tercer piso del número 19 de la Rambla barcelonesa. Allí vendía fotografías y postales, pero también enseñaba el arte de la fotografía. Y una novedad que gustaba mucho a sus clientes: podía fotografiarlos no en la azotea, como había sucedido hasta entonces, sino en el interior, en un bonito salón. Mattey, en un anuncio publicado en el Diario de Barcelona, fechado el 3 de abril de 1856, se ofrece a «pasar a domicilio para sacar los retratos de las personas difuntas, con la especialidad de dejar el retrato en su animación vital y en la postura que se desee».

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