Mientras algunos chefs te sirven aire con nitrógeno, los españoles seguimos fieles a la tortilla, el jamón y las croquetas, porque la única espuma que nos interesa es la de una buena caña bien tirada.
Entremos en materia. Un día decides darte un capricho y reservar en ese restaurante de alta cocina que todo el mundo alaba. Te sientas en la mesa, llega el camarero y te sirve algo que parece más una obra de arte que un plato. Te emocionas, te preparas, y cuando te das cuenta, ya te lo has comido… en dos bocados. Pero bueno, piensas que el siguiente plato será más contundente. Spoiler: no lo será. Y así vas, plato tras plato, sintiéndote más filósofo que comensal, porque cada vez que te traen algo tienes que preguntarte: ¿esto es comida o una propuesta artística?
Lo curioso es que, después de toda esa experiencia culinaria “de otro nivel”, lo único que logras es salir del restaurante y buscar desesperadamente un bar donde te sirvan unas croquetas de jamón y una caña bien fría. Porque en el fondo lo sabemos todos: por muy bonito que quede el plato en Instagram, al final lo que queremos es comida de verdad, y no un bocado que parece diseñado por un arquitecto minimalista con hambre.
El engaño de las «porciones controladas»: No, no nos engañan más
No sé tú, pero hay una mentira muy extendida en la alta cocina: las porciones controladas. ¿Controladas para qué? ¿Para asegurarte de que salgas directo a comerte una hamburguesa después? Porque, sinceramente, cuando me sirven un plato que parece un ensayo de geometría en vez de comida, mi estómago empieza a sospechar.
Entre los platos diminutos y los ingredientes con nombres que suenan más a componentes químicos que a comida, te das cuenta de que la alta cocina ha olvidado lo esencial: que la comida es para disfrutar y, sobre todo, para llenar. No sé qué demonios está pasando, pero ¿alguien ha visto últimamente una buena ración de tortilla en la alta cocina? ¿O unas croquetas de verdad, crujientes y cremosas por dentro? Porque ahí está el verdadero secreto de la felicidad gastronómica: en la simplicidad que sacia.
La tortilla de patatas: El plato que nunca te deja con hambre
Es curioso, porque mientras los chefs modernos intentan «deconstruir» cada receta hasta hacerla irreconocible, la tortilla de patatas sigue siendo la campeona del pueblo. ¿Qué tiene de especial? Pues que lo tiene todo: huevo, patata, y (si eres persona de bien) cebolla. No necesitas nitrógeno líquido para hacerla, ni pasar horas leyendo un menú para entenderla. Llegas, la cortas, la comes, y la felicidad se instala automáticamente en tu día.
Es más, ¿has visto alguna vez a alguien salir de una tasca quejándose de la cantidad de tortilla que le han servido? Jamás. Porque la tortilla es sinónimo de satisfacción inmediata. No necesita ser reinterpretada ni embellecida con esferificaciones. Una tortilla bien hecha, jugosa y con la dosis justa de cebolla, es todo lo que necesitas para sentirte en paz con el mundo. Y sobre todo, ¡lleno!
Croquetas: El salvavidas del hambre y la reina del reciclaje
Si hablamos de croquetas, no hay discusión posible. ¿Qué hace la alta cocina con las croquetas? Pues básicamente las eleva a un nivel donde te ponen dos porciones ridículas por 15 euros, con un relleno tan exótico que te da miedo preguntarle al camarero qué lleva. Porque, claro, no puedes simplemente disfrutar de una croqueta de jamón como Dios manda, ahora tienen que llevar una mousse de no sé qué y una reducción de vino cosecha imposible.
La realidad es que las croquetas son el gran legado de nuestras abuelas. Si hay sobras, se hace croqueta, y punto. El verdadero lujo no es una croqueta con trufa, sino una que te recuerde a las comidas familiares, a esas tardes en las que el aceite chisporroteaba y el aroma de jamón inundaba la cocina. La croqueta perfecta no necesita reinvención, porque ya es perfecta tal y como es. Cualquier otra cosa es simplemente una distracción cara y, francamente, innecesaria.
El jamón ibérico: Sin trucos, solo perfección
En medio de este caos de platos diminutos y conceptos culinarios extravagantes, el jamón ibérico se alza como el último bastión de la autenticidad. Lo cortas, lo pruebas y el mundo simplemente tiene sentido de nuevo. Aquí no hay esferificaciones ni aires de jamón (aunque seguro que alguien lo ha intentado). El jamón ibérico es puro, es directo, es la demostración de que lo simple también puede ser lujoso.
Mientras algunos chefs intentan darle vueltas a cómo presentar el jamón de una manera “nueva y sorprendente”, nosotros, los seres humanos normales, sabemos lo que queremos: una buena ración de jamón finamente cortado, a ser posible acompañado de una copa de vino. No hay que complicarse. El jamón ibérico ya es perfecto tal cual está. La única ciencia aquí es saber cortar las lonchas finas. Lo demás, puro teatro.
Gazpacho: De los tubos de ensayo a la jarra de toda la vida
Luego está el gazpacho, esa sopa fría que es capaz de arreglar hasta el verano más sofocante. Y ahí llega el chef moderno, decidido a «reinterpretar» un plato que ya ha alcanzado la perfección. Te lo sirven en probetas, te lo ponen en forma de espuma, le añaden frutas exóticas… y tú te preguntas: ¿por qué? Porque lo único que uno quiere cuando pide un gazpacho es un buen vaso frío, lleno hasta arriba, y a ser posible, acompañado de un trozo de pan para mojar.
El gazpacho no necesita fuegos artificiales, necesita tomates, pimientos y pepinos bien frescos. Es un plato que nos ha sacado de apuros durante generaciones, y ahora, resulta que lo tenemos que pedir en formato miniatura para quedar bien en las redes sociales. No, gracias. Dame la jarra entera y olvídate del vaso de chupito con «aire de albahaca».
Conclusión: Cocina de vanguardia, pero yo quiero comer
La alta cocina es como esa cita que promete mucho y luego te deja con hambre. Sí, es bonita, interesante y digna de mención, pero cuando la experiencia se acaba, tu estómago está pidiendo croquetas, tortilla y jamón ibérico. Y no porque seas un cavernícola incapaz de apreciar la innovación, sino porque la comida está para disfrutarla y llenarse, no para estudiarla bajo microscopio.
Así que, querido lector, la próxima vez que estés frente a un menú «experimental» con nombres incomprensibles, piensa en esto: ¿qué prefieres, un aire de mar o una buena ración de croquetas de jamón? Porque, al final del día, la verdadera alta cocina es la que te deja satisfecho. Y tú, ¿cuál es el plato de toda la vida que nunca cambiarías por uno de esos experimentos modernos? ¡Déjanos tu respuesta y comparte tu amor por lo auténtico!