Las representaciones de los milagros de San Vicente Ferrer, orígenes de los «milacres»

abril 16, 2023
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La representación anual, en las calles de Valencia, durante las fiestas patronales de San Vicente Ferrer, de unas obritas denominadas popularmente milacres, reviste características especiales para atraer la atención del crítico de manera muy serena.

En efecto, los milacres tal como ahora se montan significan una muestra excepcional de teatro interpretado por niños y de teatro a la vez popular, cuyos orígenes se remontan al siglo XV.

Nos encontramos ante un fenómeno, inexplicablemente poco estudiado, pero que puede ser piedra clave en los orígenes del teatro infantil en nuestro país y tal vez en Europa. Y al decir esto nos referimos al teatro propiamente tal, y no a las aproximaciones que suponen el canto de la Sibila o a la participación de niños en las demás representaciones como hemos visto.

Los orígenes de los «milacres»

Más que entroncar los orígenes de los milacres vicentinos con los milagros o el teatro hagiográfico medieval en general, hay que situarse ante las tradiciones populares de una ciudad y región que considera a San Vicente Ferrer no solamente como trascendente político y gloria local, sino como abogado y protector. Y su protección se demuestra con la infinidad y espectacularidad de los milagros que el fervor creciente, alimentado y a la vez alimentador de tradiciones orales, atribuye al Santo.

Es curioso destacar que esta actividad teatral no empieza como tal, sino que es una de las muchas muestras de devoción que se tiene al Santo, que evoluciona hacia el teatro.

En efecto la manifestación inicial de esta corriente es plástica y se remonta a 1461, cuando se levantó el primer altar en la denominada calle del Mar, de Valencia85.

Para comprender esto habrá que referirse a documentos anteriores. Según tradición recogida por Francisco Vidal y Micó86 en 1359 San Vicente Ferrer, niño de nueve años, habría obrado el milagro de curar de unas apostemas malignas en el cuello a Antonio Garrigues, hijo de un especiero (salser) llamado Miguel Garrigues, que vivía en la calle del Mar, plazoleta dels Ams (de los Anzuelos), y era vecino del notario Guillem Ferrer, padre de Vicente.

San Vicente Ferrer murió en olor de santidad en 1419 y fue canonizado en 1455. Seis años después de la canonización, o sea, en 1461, Juan Garrigues, hijo del miraculado Antonio, quiso exaltar el recuerdo del milagro de San Vicente obrado en su padre y obtuvo autorización para erigir un altar, junto a la esquina y sobre la puerta de su casa. En este altar figuraba la imagen del Santo, así como una inscripción en la que se relataba el suceso, para que lo leyera el público.

El altar, que inicialmente constaba sólo de la efigie del Santo, a través de los años, con los aditamentos de adornos que se le ponían el día de la fiesta fue adquiriendo un carácter peculiar; se le añadieron flores, telas preciosas, luces y figuras simbólicas y representativas de conocidas escenas de la vida y milagros del glorioso fraile valenciano. Cada año, los clavarios -pues lo que al principio tuvo carácter personal adquirió representación colectiva- modificaban la instalación y fijaban versos explicativos en los alrededores del altar; es decir, hacían poco más o menos y salvados los respetos y las distancias, por la diversidad del tema, lo que actualmente se hace para construir una falla87.

La práctica de levantar altares en honor de San Vicente Ferrer fue extendiéndose a otras calles, no sin protestas por parte de los vecinos de la calle del Mar que consideraban la iniciativa como exclusiva.

Del de la calle del Mar hay referencias de que subsistía todavía en 1755, y en 1757 se imprimieron las Poesías que sirvieron para la fiesta de San Vicente Ferrer, de la calle del Mar,… siendo clavario Don Mauro Antonio Oller y Bono, Regidor perpetuo de esta Ciudad de Valencia. Fue impreso en la imprenta de Agustín Laborda.

De la abundancia de estos altares y de la emulación de los mismos que establecían competencia para conseguir los premios instituidos hay datos suficientes desde las solemnidades vicentinas de 1598 hasta que por Real Orden de 1748 fueron prohibidos tales altares y sus festejos correspondientes por dar lugar a abusos y molestias con las corridas de vaquillas, toros con cuerda, disparo de cohetes y otros excesos88, pero esta Real Orden fue protestada con tanta energía por los vecinos de la calle del Mar, que otra Real Orden de 2 de abril exceptuó al altar de esta calle de la disposición general. Estas restricciones impuestas a la devoción popular debieron de durar poco, porque en 1810 Martínez Ortiz da por restablecida la libertad de levantar altares, la mayoría de los cuales siguen levantándose todavía, con las variaciones a que ha dado lugar el paso del tiempo y la evolución de los festejos.

«Los altares»

El primer altar levantado en la calle del Mar tendría carácter de hornacina, y permanecería durante mucho tiempo expuesto al público, a juzgar por la descripción que hace Momblanch siguiendo al Padre Gavaldá:

… permaneció mucho tiempo sobre la puerta de la casa donde lo construyó Juan Garrigues, pero creciendo la devoción de los vecinos hubo de situarse para mejor lucimiento, en el centro del lienzo de la pared, donde el ornato que se hizo en distintas ocasiones, singularmente en 1725, todo fue sufragado por los vecinos…89

En cambio la descripción que del altar de la calle del Mar nos hace Tomás Serrano ya no guarda relación con la anterior, y da la impresión de ajustarse más a lo que sucede en la actualidad, o sea, que se levanta solamente para los días que duran las fiestas vicentinas. Se encargó el año en cuestión, que fue el de 1762, al pintor Joaquín Pérez que construyó un altar de dimensiones notables.

Su altitud era de cien palmos y su latitud de cincuenta y quatro.

Y se podía reducir a tres cuerpos.

El primero se extendía a las dos calles laterales, formando dos arcos triunfales; en el medio y entre los dos arcos, se levantaba el arco principal sobre un tablado de nueve palmos; en éste se admiraba una ayrosísima repisa, y sobre ella la esfera celeste de una magnitud prodigiosa, tachonada de estrellas, constelaciones y Signos; el sol y la luna hacían por ella su curso regular. Por entre la esfera y repisa se dexaba ver el Tiempo, aguijando día y noche dos caballos blanco y negro. El segundo cuerpo ofrecía el nicho principal: en él formaban ayrosa peana al Santo los tres dones de Profeta, Ángel y Predicador, con símbolos muy apropiados: a los pies del Santo, Valencia en ademán de acogerse a sus alas: y de lo alto se desprendía un Ángel a coronarle; y de la boca de Valencia: Tu, honorificencia populi nostri: en las cornisas de las pilastras, que formaban el nicho, unos braserillos con incienso, por la devoción de la calle; y sobre el medio punto del arco, el Ave Fénix, o San Vicente, que de siglo en siglo renace a la nueva gloria; a los dos exteriores del nicho, en los intercolumnios de este segundo cuerpo de fábrica, dos balcones por donde se asomaban algunos personages; el último cuerpo ofrecía en su centro un templo; sobre el medio punto del Arco de esta última fachada, la ciudad de Valencia y el río Turia en figuras simbólicas, con el verso de Claudiano: Floridus, et roseis formosus Turia ripis90.

La descripción de Tomás Serrano más bien parece una roca o entremés fijo, y no sería nada sorprendente que en su línea se introdujeran los altares, dada la tradición reinante en la ciudad para las procesiones del Corpus, y dado que repetidas veces las fiestas de San Vicente, empezando por las de su canonización que se celebraron en febrero de 1456, se vieron realzadas por procesiones91.

Y dentro de la misma línea de evolución estas estatuas, frías e inmóviles, calificadas como figuras de bulto, o simplemente bultos, fueron dotadas de movimientos mecánicos y luego sustituidas por personas. Y los versos fijados en las paredes, para explicación de la representación plástica de milagros o para la aclaración de símbolos, se pusieron en labios de las personas que reemplazaron a los bultos, que las declamaron, y así se dio paso al teatro.

En la descripción de Tomás Serrano no se hace alusión a las figuras que representaban el milacre, no obstante se dice que «en los intercolumnios de este segundo cuerpo de fábrica, (había) dos balcones por donde se asomaban algunos personages».

¿De qué personajes se trataba? ¿Cuál era la función de dichos balcones?

Sin duda alguna los personajes eran los intérpretes del milacre, que ya habían sustituido a los bultos, y los balcones eran las entradas de los actores, como sucede actualmente. Vale la pena para dilucidarlo contrastar la descripción de Tomás Serrano con la que hace Martínez Ortiz:

Los altares o tablados que se levantan para la representación de los milacres -en gran parte adosados a los muros de un templo, en lugares tradicionalmente elegidos-, quedan exentos por tres lados, con pequeñas escalerillas de acceso desde el nivel de la calle, y un fondo, en forma de tapiz, en el que, sobre una ménsula central alta o en el interior de una pequeña hornacina, se sitúa la imagen del Santo para que presida los festejos de carácter profano o no litúrgico del barrio o de la parroquia, que nacen como apéndice de los estrictamente religiosos, propios de la festividad vicentina. No faltan en este tapiz de fondo, que cierra el cuarto lado de la escena, las dos aberturas para la entrada y salida de personajes, que recuerdan la estructura de los tablados de los corrales de comedias de nuestros siglos XVI y XVII92.

Antigüedad de los textos de los «milacres»

Los textos de los milacres de San Vicente Ferrer representados en los altares de las calles de Valencia deberían ser objeto de minucioso estudio para clarificar algunos de los problemas que plantean.

Por lo que se refiere a su antigüedad nos encontramos con que los textos dramáticos propiamente tales no aparecen impresos hasta principios del siglo XIX, tras la Guerra de la Independencia. José Martínez Ortiz en valioso estudio93 opina que tal vez esta aparición impresa de los milacres coincida con el apogeo del teatro costumbrista y popular valenciano. No obstante, recoge datos que podrían fijar sus principios en épocas más remotas, pues en 1638, con motivo del IV Centenario de la Conquista de Valencia, se compusieron loas, que se representaron en el Mercado, que guardaban cierta analogía con los milacres, «y a partir de entonces se siguió la costumbre de versificar estas representaciones públicas en los días de la fiesta de San Vicente Ferrer»94. Por otra parte también los festejos del Bicentenario de la Canonización de San Vicente Ferrer, en 1655, han dejado constancia de declamación de poesías y representaciones alegóricas muy cercanas a los milacres, aunque su forma diste bastante de las actuales composiciones dramáticas sobre el tema. Pero los milacres no se institucionalizan, por decirlo de alguna manera, hasta el siglo XVIII.

Aunque Momblanch da como más antiguo el Milacre practicat per el Pare Sen Visent en lo camí que va desde Lérida al poble de Balaguer en el añ 141295, impreso en Valencia en 1832, en la imprenta de Eiximeno, hay que aceptar con Martínez Ortiz la prioridad del manuscrito de El fill del especier (El hijo del especiero), del Padre Luis Navarro, que se presentó en el altar de la calle del Mar en 1817 y que lleva anejas, como otros, las poesías para fijar en las cercanías del altar. De este milacre existen varias ediciones, de las cuales la más antigua conservada es la de 1836, salida de las prensas de Benito Monfort.

Esto contradice la idea bastante arraigada de que los primeros milacres conocidos sean los de Vicente Clérigues -impreso en 1832 el que hemos citado antes-, pues con anterioridad a él hay varios conocidos ya.

Está el de La font de Lliria (La fuente de Liria), anónimo, publicado en 1822, en las prensas de Benito Monfort; en 1828 encontramos el de Miguel Magraner y Soler, titulado Drama de la preciosa muerte de San Vicente Ferrer, patrón de esta ciudad y reyno, acaecida en Vannes, de Francia, representado e impreso en 1828, en la imprenta de López; en 1829 aparece Poesías y milacre del altar del Pare Sen Visent Ferrer en lo carrer de la Mar, de la imprenta de Benito Monfort; y en 1830, en la imprenta de José Gimeno ve la luz El selós arrepentit (El celoso arrepentido), de autor desconocido.

También como de 1831 ha de considerarse el Milacre de Sen Visent Ferrer que se representa en el Altar del carrer del Mar, en el present añ 1831…, pues impreso por Francisco Brusola, aunque no conste el año en el pie de imprenta, está claro en el encabezamiento. Trata del encuentro del Conde de Urgel con el Santo, al que quiso matar, resentido por el resultado del Compromiso de Caspe.

Con todo, la abundancia de textos reseñados sin año de impresión y la forma cómo irrumpen, a juzgar por el catálogo de José Martínez Ortiz, en el que figura como primer manuscrito el de 1817, indican a las claras que nuevos hallazgos y pormenorizados estudios pueden deparar algunas sorpresas que aportarían nuevos datos e ideas.

El catálogo en cuestión, que prudentemente se presenta como «ensayo de catálogo», ofrece nada menos que 176 obritas, caso insólito de proliferación en el período de unos ciento treinta años, para un tema monográfico como es éste. La justificación de esta plétora sólo puede buscarse, habida cuenta de la cantidad de posibles folletos perdidos, en la popularidad y en una tradición anterior más arraigada en la realidad que lo que puedan significar los datos hallados. Quedan fuera de catálogo los milacres aparecidos después de la publicación de éste en 1954.

En efecto, aun suponiendo, como cabe, por las indicaciones de las reediciones del mismo milacre que una misma obra haya sido montada durante varios años en el mismo altar, hay que tener en cuenta que son por lo menos doce los altares conocidos que con más o menos altibajos, pero con creciente rivalidad, han ido representando todos los años -salvo los críticos de la Guerra Civil y alguno más- y que por lo tanto cada uno buscaría cada año presentar un milacre distinto que los demás. Esto da inmediatamente un contingente de milacres muy superior al que conocemos, y crea en torno a este género un fenómeno de abundancia singular.

Sus características

La temática de los milacres, como cabe suponer, es uniforme en cuanto a la referencia a hechos prodigiosos logrados por la intervención del Santo. Y desde luego hay temas que se repiten, ya sea en manos del mismo autor, ya por cuenta de autores diferentes.

Normalmente se presenta un hecho milagroso en torno al cual gira toda la acción dramática, completada por las intervenciones más o menos cómicas de algunos personajes secundarios, pero a veces la contaminación va más allá, como por ejemplo en Milacres del loco y el baldat (Milagros del loco y el tullido), de Vicente Sanchis Roig, publicado en 1857; o en Lo fanátich de Traiguera, o tres milacres en ú (El fanático de Traiguera o tres milagros en uno), de Jaime Peiró y Dauder, publicado en 1863; o Dos milacres en un vol, de Manuel Sánchez Navarrete, impreso en 1945, en el que el Santo devuelve el habla a un mudo y convierte y hace trabajar a un vago descreído.

Los hechos milagrosos que sirven de base por regla general son muy humanos y, aunque maravillosos, poco fantásticos -curaciones, resurrecciones, conversiones, apaciguamientos de luchas- y por supuesto todos tienen final feliz. Solamente habrá que reseñar alguno como Vol de palomes (Vuelo de mariposas), de José María Bayarri, de 1918, que hace referencia a las mariposas que rodearon el cadáver del Santo, después de su muerte, atraídas por el perfume que despedía su cuerpo. Cuando aparecen ribetes de dureza, tales como el castigo a algún pecador o criminal, siempre queda suavizado el final por la intervención milagrosa. Es el caso de La vanitat castigada, de Eduardo Escalante, en 1855, que se reproduce también en La mort de la Princesa, de Joaquín Badía y Adell, en 1891, que refiere cómo la princesa de Aragón, doña Juana de Prades, asistía tan ricamente enjoyada a un sermón de San Vicente que causaba escándalo, y recibió como castigo el golpe de una piedra en la cabeza por lo que quedó muerta. Pero gracias al Santo, al que por cierto se le atribuye una salida humorística, resucitó.

A veces la ingenuidad es tal en este sentido como en El estudiant mort y resusitat, anónimo de 1851, sobre un milagro atribuido al Santo a la edad de dieciséis años. Se trataba de un chicuelo de su edad que se prestó al juego de fingirse muerto para desacreditar al Santo simulando una falsa resurrección. Pero sus amigos no pudieron reír la broma porque quedó muerto de verdad. Aunque al ver el arrepentimiento de todos obró el Santo el milagro de resucitarlo. Una versión posterior del mismo tema, L’estudiant resusitat, de Vicente Nicolau y Balaguer, de 1927, ambienta a su modo el hecho colocando en primer término el cuento valenciano de los estudiantes que engañaron a un labrador comiéndosele un cerdo que llevaba al mercado.

Tal vez el más espectacular, pero teñido de cierta poesía, sea el tema de El mocadoret (El pañuelito), que da nombre a una calle de Valencia e inspira a José Bernat y Baldoví El mocador, en 1859, y a Antonio Asencio Castillo El mocaoret milagrós, en 1907.

Se trata del más popular, quizá de todos los milagros de San Vicente, obrado en Valencia en 1385 en favor de una mujer pobre y desamparada. Ésta fue socorrida de una manera original. Hallábase el Santo predicando en el mercado y movió a los que le escuchaban a que llevasen de sus viandas a una pobre mujer que yacía en el lecho y cuyo camino les señaló un pañuelo que el Santo echó a volar, deteniéndose en la casa donde ésta se hallaba96.

Pero junto a éste las notas de ternura poética sobresalen de un tema aparentemente trivial, como puede ser el de la mujer que se siente desdichada por su fealdad y consigue del Santo la belleza que le proporciona pretendientes y matrimonio, que presenta versiones con la variante de reconciliación de la mujer fea con su marido previo embellecimiento milagroso de aquélla. El tema inspira a José Bernat y Baldoví La fealdad y la hermosura, en 1859, de la cual se conocen por lo menos tres ediciones; el mismo tema proporciona a Matías Ruiz Esteve el gracioso título Ja es Micaleta bonica (Ya es Miguelita bonita), sin fecha, y a Francisco Vidal y Roig La Llecha (La fea), en 1919.

Susceptible de tratamiento banal o poético puede ser el tema de Les tres figues (Los tres higos), de Antonio Asencio Castillo, manuscrito sin fecha. Trata de un milagro atribuido al Santo después de su muerte y acaecido en la huerta de Valencia donde habitaba un matrimonio cuya mujer, embarazada, tuvo el antojo de querer comer higos, no siendo tiempo de ellos. Y tanto importunó al marido que éste invocó a San Vicente, que le hizo el milagro de que en la higuera que había en la huerta en la puerta de la alquería, sin hojas siquiera, pues era invierno, brotaran tres hermosos higos.

La nota melodramática y hasta truculenta aparece en el tema de La loca de Morella, sobre una madre enajenada que descuartizó a su hijo y lo preparó para la comida. El Santo, al saberlo, echó la bendición sobre el macabro manjar y surgió el niño sano y salvo. Y además volvió a la madre el uso de la razón. A Miguel Preciado le inspira La loca de Morella, en 1851; a Joaquín Balader, El chiquet descuartisat, en 1869, y a Josefina Lázaro Cerdá, El milacre de Morella, entre otros autores.

Períodos de aparición de los «milacres»

Los períodos de aparición de los milacres señalan tres fases distintas desde sus principios hasta mediados de la década de los años 50 del siglo XX.

Desde el primer texto conocido y datado, en 1817, el manuscrito de Luis Navarro, El fill del especier, hasta 1850, puédese registrar, casi cada año la aparición de un milacre. El número de 13 obras sin fecha en el Ensayo de catálogo, de José Martínez Ortiz da pie para pensar que algunos de los años que figuran sin su correspondiente milacre, podrían quedar cubiertos, por lo menos estadísticamente, a la vez que nuevos hallazgos pueden venir a colmar los vacíos, que en total se reducen a diez, y todos menos dos o tres están situados entre 1818 y 1826, lógicamente los más difíciles para que hayan podido sobrevivir, si los hubo, por no haberse despertado todavía la afición coleccionista que ha salvado a los existentes, casi todos ellos pertenecientes a colecciones particulares, algunas de las cuales cedidas en la Biblioteca Municipal de Valencia.

A partir de 1851 las publicaciones aumentan, y hay años en que podemos contar 5 ó 6 milacres. Esta línea de producción, aunque algo más débil, se mantiene hasta 1870. Indudablemente los festejos del IV Centenario de la Canonización tuvieron que influir en este desarrollo. Y de 1870 a 1920 los milacres aparecen, siempre según los datos proporcionados por Martínez Ortiz -con una regularidad que asegura el promedio de uno por año-. El año de 1919 vuelve a ser la excepción con cuatro publicaciones que muy bien podrían ser exponente del trabajo de un autor, pues tres son de Francisco Vidal y Roig –La llecha (La fea), y Lo primer resusitat, éste con dos ediciones- o del estímulo que supone el V Centenario de la muerte de San Vicente.

De 1920 a 1939 tan sólo se registran tres milagros datados. Varias circunstancias pudieron influir y por supuesto no está totalmente ajena la situación política. Pero tímidamente en 1940 reemprenden los milacres otro período de esplendor numérico, aunque bastantes composiciones no están impresas, sino simplemente mecanografiadas.

La presencia de algunos autores prolíficos en cada uno de estos períodos y las reediciones de algunas obras necesitarían de un estudio detallado que hemos de suplir por conjeturas. José Bernat y Baldoví acapara la atención editorial de milacres en 1859, y no siempre la doble edición de una obrita, en imprentas distintas además, supone la representación de la misma en distintos altares a la vez, sino que señala su representación para el mismo altar en el mismo año. Aunque, como es lógico, abundan los casos de repetición en distintos altares, sobre todo en años sucesivos.

Martínez Ortiz a partir de los milacres recogidos en su Ensayo de catálogo establece un índice de altares por años, y en cada uno señala el clavario que presidía los festejos y el milacre representado. Este estudio, aunque minucioso, no aumenta los datos que están sacados de los propios milacres. Nosotros hemos preferido, a falta de documentos acreditativos de las actividades de los altares independientemente de los milacres, repartir por años la aparición de los milacres, prescindiendo del altar y años en que fueron montados. Nuestro índice coincide sensiblemente con el de Martínez Ortiz. Algún retraso en la edición del milacre no supone alteración fundamental; y el hecho de que algunos milacres, sobre todo a partir de los años 40, hayan quedado sin editar, o se editen posteriormente, lo único que hace es comprobar las variaciones introducidas en las actividades de los altares. En efecto, la multiplicidad de ediciones de algunos milacres, a veces en el mismo año, y para el mismo altar, confirma la suposición, apoyada por tradiciones orales, de que los folletos de los milacres se vendían al pie del altar al público asistente al espectáculo, igual que se venden ahora los llamados llibrets de falla entre los visitantes de las mismas. Prueba de ello es que algunos libritos de los milacres, empezando por el anónimo La font de Lliria, de 1822, atestiguan ser la explicación del milacre que se representa en el altar.

Encabeza así el citado texto: Explicasió del milacre fet per Sen Vicent Ferrer el añ mil cuatresents deu en la vila de Lliria, el cual se representa enguañ al viu en el altar prinsipal del carrer de la mar de esta siutat de Valencia97. Y después de un resumen del milacre empieza el texto dramático propiamente tal que lleva el título de Raonament.

Otra tesis sobre las ediciones repetidas puede ser el hecho generalizado de que el clavario pagara una edición corta -unos cien ejemplares- para repartir entre los componentes de la cofradía. Y se sacara a lo mejor otra edición para su venta.

El carácter de recordatorio del milacre representado en el altar se acentúa desde el momento en que los folletos, por regla general, y sobre todo los antiguos, contienen los poemas que quedan escritos y expuestos en el altar, para el público que no vea la representación, sino que se conforme con ver las alegorías expuestas o los restos de bultos de la época anterior que, como hemos visto, se prolongan y mezclan con las representaciones dramáticas propiamente tales.

Otra cuestión será el pensar que los milacres tengan validez y aceptación para ser representados en otras ocasiones distintas de los altares. Es lo que parece indicar que algunos de ellos se hayan incluido en colecciones de teatro infantil, como veremos luego.

Naturalmente la abundancia de textos estará en proporción directa con las representaciones, pero éstas no se pueden deducir de los acabados índices de Martínez Ortiz porque la historia de los altares queda truncada cuando no hay en el Catálogo obra que le corresponda. En ese sentido su honradez al titularlo Ensayo de Catálogo deja abierta la puerta a nuevas recopilaciones de textos que quizá completen el panorama llenando vacíos hasta ahora inexplicables.

Personajes y estructura de los «milacres»

Los personajes y la estructura han ido variando sin duda alguna a lo largo de la historia de los milacres. Al no poder valorar estas características en los de la época primitiva, de la que sólo conocemos algunas loas y cánticos, debemos fijar nuestra atención en los textos dramáticos que aparecen a principios del siglo XIX.

En el manuscrito del Padre Luis Navarro que José Martínez Ortiz titula El fill del especier y que empieza «Así estic perque he vingut…» (Aquí estoy porque he venido…), se abre la acción con una presentación que incluye la lectura por parte de un niño de una Escritura acreditativa del milagro que en definitiva no es más que un texto de Orellana. Luego sigue una especie de loa, y tras la despedida del niño que ha hecho todo esto, empieza la acción dramática propiamente tal con el diálogo de los personajes que aparecen en escena. Realizado el milagro por intervención directa del Santo niño, éste pronuncia un sermón exhortando a atribuir la gloria a Dios y a su santo temor, a la vez que aprovecha para dar algunos consejos a los niños. Concluye la obra con una nueva interpretación del niño presentador con una reflexión sobre el milagro de San Vicente niño, para dar luego vivas a San Vicente, a Valencia del Cid y al rat-penat (murciélago que figura en el escudo del Reino de Valencia y de la ciudad).

Tanto el sermón como la apoteosis final quedan incorporados a los milacres desde el primer momento. Esta falta de titubeos en la peculiar estructura y un cierto gusto por la variación en los elementos secundarios hace pensar en que el género tenía larga historia cuando aparecen los primeros textos conservados.

La font de Lliria, que data de 1822, es anónimo y se presenta bajo la forma de explicación. Empieza con una explicación en prosa del hecho milagroso. Explicación que cabe suponer estaría entre los carteles expuestos o era simple información para el lector del folleto, o el observador de la representación plástica del altar. Luego empieza el coloquio –Raonament– que mantienen en verso los personajes Doménec, Antoni, Fontanelles y Tadeo. Se lamentan de la situación en que se encuentra el paraje, antes frondoso por la presencia de una fuente abundante y ahora seco y desolado desde que se secó la fuente. Su conversación se ve interrumpida por la aparición del Santo que opera el milagro de hacer brotar nuevamente la fuente. Como es lógico prosigue con el sermón y la apoteosis.

Ciertamente este texto es sencillo y los personajes presentan caracterización débil, a la vez que su estructura dramática es extraordinariamente lineal. Pero en modo alguno pueden despreciarse en él dos aspectos: primero el hecho de que el coloquio real se vea interrumpido por la aparición del Santo que introduce el elemento milagroso que hace posible la acción; segundo, que entronque, por la forma, con los coloquios anteriores, género que tuvo durante el siglo XVIII mucho auge en Valencia. En efecto, los coloquios –coloquis o raonaments– solían versar sobre diversos temas ciudadanos. En particular abundaron los que por medio de tres o cuatro tipos populares representaban a la gente de los pueblos que, tras haber visto o contemplado en la ciudad de Valencia algún hecho curioso o extraordinario, tal la procesión del Corpus, de vuelta al pueblo lo explicaban a la gente que no había tenido tal suerte. Con frecuencia esta gente estaba representada en el coloquio por medio del párroco (el retor del poble).

Particularmente significativo para los orígenes y desarrollo de los milacres es el Coloqui de 1801 que versa sobre las representaciones de un milacre en la calle del Mar, de Valencia, y cuyo desarrollo parece realizarse paralelamente al del milacre. (En Valencia en la Imprenta de Joseph Orga, año 1801.)

Estas formas sencillas y escasamente dramáticas, cristalizan luego en obritas de teatro que podemos calificar como tradicionales, o sea las que intentan conciliar las convenciones dramáticas corrientes con el afán de dar cierto verismo a la reproducción de la acción. La calidad no suele ser excesiva, pero tampoco es despreciable para género tan popular, tan ingenuo y tan infantil.

Se consiguen por lo general cuadros de costumbres donde los personajes destacan de forma definida. San Vicente Ferrer es sin duda alguna la figura principal, aunque su persona se vea caracterizada por facetas muy destacables, según el caso, como su inefable caridad, su celo por las almas, o su capacidad para lograr el arrepentimiento y el perdón, siempre es su figura el eje central de la pieza, si no dramáticamente por lo menos en la importancia que en ésta se le da, como es lógico. Cuando el conflicto aparece, cosa no siempre lograda, la figura del santo milagrero es el deus ex machina que lo resuelve de forma prodigiosa, llámese milagro, resurrección, conversión o aceptación de la voluntad de Dios de la que el Santo aparece como oráculo. Pero otras figuras se repiten con frecuencia y forman contraste con la suya. El fraile motiló, su acompañante, el avaro o ambicioso, el devoto del Santo, el descreído y socarrón que siempre acaba humillado o convertido, y hasta el amante de la tierra natal. El más popular de todos estos personajes de segunda línea es sin duda el fraile motiló, o hermano lego, constante compañero de andanzas del Santo. En realidad es el bobo o gracioso heredado del teatro barroco. Glotón, materialista, poco sufrido, se presenta como contraste de la espiritualidad y grandes virtudes del Santo. Prueba del arraigo barroco de la figura del motiló es que va desapareciendo en los milacres más recientes. Los personajes femeninos han gozado de menos interés por parte de los autores, habida cuenta, sobre todo, de que durante mucho tiempo los intérpretes exclusivos, y todavía ahora los más numerosos, son masculinos.

Milagros Asombrosos: San Vicente Ferrer y sus Prodigios que Cambiaron Vidas

La profecía del primer papa valenciano, Alfonso de Borja y San Vicente Ferrer

LLÍRIA El milagro de la fuente de San Vicente Ferrer

TEULADA y San Vicente Ferrer donde visitó a su hermana, predicó y obró milagros

AGULLENT El milagro de la «llàntia»

San Vicente Ferrer el“Ángel del Apocalipsis”

Siguiendo los Pasos de San Vicente Ferrer: Un Recorrido Histórico y Espiritual por Valencia

Las escenas de este teatro de entronque barroco en general son vivas, dinámicas, directas y llenas de gracia. Son las características que les impone el público destinatario, eminentemente popular e infantil. Por la exigua extensión de las obras -de media hora a tres cuartos- y por la simplicidad de los caracteres también cabría emparentarlas con el sainete, sobre todo aquéllas que buscan ostensiblemente amenizar la acción con la agudeza del decir o lo jocoso de la situación, que generalmente se plantea en forma de crítica de costumbres.

Hay un caso que podemos considerar como excepcional como es El milacre de l’aigüeta, de José Campos Marté, aunque sin fecha, de los años cuarenta de este siglo, en que un solo personaje narra por su cuenta el milagro de convertir en hermosas a las hijas de una viuda, buenas pero poco agraciadas, que pronto se casaron con buenos mozos. Pero este caso es una excepción, un ensayo dramático.

Actualmente, no obstante, esta forma ceñida a la acción escueta cede ante la tendencia a presentar series de estampas de la vida del Santo, con la intención de definir su singular y extraordinaria personalidad.

La lengua de los «milacres»

Para Martínez Ortiz estas piececillas se escribieron al principio en lengua española y luego, a partir de 1822, pasaron a emplear la lengua valenciana98.

Desconocemos las razones que pueda tener Martínez Ortiz para tal afirmación difícil de mantener, a nuestro juicio, sobre todo si se tiene en cuenta que las primeras muestras conservadas aparecen en lengua valenciana. Además, cuando tenemos como punto de referencia tan sólo los poemas fijados en los altares y sus proximidades, como en el caso de los conservados de 1757, nos encontramos con que los textos aparecen en ambas lenguas.

La coexistencia de ambas en el mismo altar se mantiene para los poemas en el período del que ya conocemos los textos de los milacres en lengua valenciana.

Tal vez en todo esto haya un reflejo de la realidad social de la ciudad bilingüe por naturaleza y con un bilingüismo normalmente pacífico.

No obstante, al margen de esto cabe observar:

  1. La presencia de alguna obra bilingüe, como El Compromiso de Caspe, de Eugenio Almenar Pechuán. También es bilingüe el apropósito de José Campos Marté La Corona de Aragón y una sográ endemoniá, que presenta la curación de una mujer endemoniada al mismo tiempo que se sigue la acción del Compromiso de Caspe.
  2. El único caso que conocemos de obra enteramente escrita en lengua española responde al título de Drama de la preciosa muerte de San Vicente Ferrer, Patrón de la ciudad y reyno acaecida en Vannes de Francia. Es de Miguel Magraner y Soler y data de 1828. Fue representada por los niños del Colegio Imperial de Huérfanos de San Vicente Ferrer.
  3. La mezcla de palabras castellanas en el texto aparece constantemente ya desde los títulos, como prueba de una forma de expresarse habitual en el pueblo de Valencia que habla en lengua valenciana. Así en El diable en la venta, de José Garulo, de 1855, se abre el diálogo con estas palabras: «Caballers: muy buenos días…». Caso no menos sorprendente puede ofrecerlo el milacre escrito por el Padre Juan Arolas, publicado en 1835 en cuya dedicatoria se encuentra la palabra limosna, y donde el título de los poemas que acompañan al milacre es textualmente «Varias Poesías que se colocarán en las inmediaciones del altar». Y al aludir un personaje a un milagro del Santo lo cita con el nombre de Las naves. Si tomamos La font de Lliria, anónimo publicado en 1822, encontraremos en la introducción al Raonament las siguientes palabras netamente castellanas: cuyos, alivio, desconsuelo, luego, puesto, hasta…, sin querer citar ninguna de las que coinciden en su forma valenciana y castellana, o las valencianas escritas con ortografía, netamente castellana.
    • En el mismo milacre, y en el sermón puesto en labios de San Vicente Ferrer, encontramos varias veces la palabra pues y la forma curiosamente híbrida llirianos con terminación indiscutiblemente castellana.
  4. La fonética de la lengua valenciana se adivina a través de las transcripciones de los textos que, precisamente por estar realizadas sin demasiadas pretensiones literarias, se ofrecen como testimonio del habla popular y mayoritaria.
    • Aunque podrían aducirse infinidad de ejemplos como prueba de lo que decimos, bastarán algunos suficientemente significativos por su claridad.
    • Se observan oscilaciones en la transcripción del fonema representado por ch. Así aparecen formas como chiquet y giquetChochimJojim, y JogimVerche y Vergegermá y chermá, por citar algunos casos.
    • También hay oscilación entre formas como atreatra y altre y altra, con tendencia a imponerse las que realmente usa el pueblo ahora, o sea atre y atra. El hecho de que a veces alternen estas formas con sus opuestas altre y altra, incluso en la misma obra, aunque con predominio de las más evolucionadas, o sea atre y atra, hace suponer que el empleo de altre y altra sea fruto de ultracorrecciones o por lo menos no responden a la realidad del momento.
    • La x como equivalente de ch en formas como chiquet, no aparece sino raramente en el segundo cuarto del siglo XX. Lo cual hace pensar que sea producto también de ultracorrección o de forzada aproximación a unas normas que no traducen la realidad de la pronunciación popular.
    • Lo mismo cabría decir del término miracle, que sólo aparece muy recientemente, tal vez a partir de 1950 y, por supuesto, no en todos los casos. De hecho la voz que se emplea constantemente, como puede verse desde las mismas portadas de los folletos, es la de milacre, sin discusión ni excepción.
    • Contrariamente a algunas opiniones que han considerado la lengua de los milacres como lengua decadente, hay que reconocer que es una lengua viva, ágil, espontánea, directa, expresiva y tiene características léxicas y sintácticas dignas de detenido estudio.

Las fuentes de los «milacres»

José Martínez Ortiz, a cuyo trabajo tan deudores somos, especifica las fuentes de donde han tomado su tema los distintos autores. Aunque muchos de ellos puedan haberse transmitido por tradición oral, es cierto que la mayoría están incluidos en la obra del Padre Francisco Vidal Micó, Historia de la portentosa vida y milagros del valenciano Apóstol de Europa, San Vicente Ferrer, Valencia, 1735, y la del Padre Henri Fages, Historia de San Vicente Ferrer.

Pero además precisa Martínez Ortiz el número a que corresponde el milagro en la obra del dominico Padre Lorenzo G. Sempere, Los milagros de San Vicente Ferrer, Barcelona, 1913.

Otros autores como Llombart, Sanchis Sivera o Diago aparecen citados con frecuencia menor. Y, por supuesto, algunos tienen su fuente de inspiración en hechos históricos cuyo conocimiento es de dominio público.

En el caso de Els Bandos de Castelló de la Plana, de Joaquín Badía y Adell cuyo argumento relata la pacificación entre las gentes de Castellón y las de Almazora y de éstas con las de Onda. Asegúrase que en el Archivo General del Reino y en las cuentas del Bayle de los años 1412 a 1414 constan los gastos del Bayle llamado por San Vicente para fortalecer las paces.

Los autores

La mayoría de los autores de milacres son ocasionales y no dedicados a otras tareas dramáticas y literarias. No obstante, hay un grupo significativo que constituye excepción a esta afirmación general, o sea que son hombres sobradamente conocidos por otras actividades culturales y literarias. Tales son el Padre Juan Arolas, Joaquín Balader, el Padre Luis Navarro, Vicente Boix y Félix Pizcueta, a los que hay que añadir los representantes típicos de la dramática popular valenciana José Bernat y Baldoví y Eduardo Escalante, que tampoco desdeñaron aportar su colaboración a este género.

Aunque los autores que escribieron mayor número de milacres son precisamente desconocidos fuera de este campo. Tal es el caso de Joaquín Badía y Adell que trata preferentemente temas históricos; el Padre Salvador Calvo, con temas también históricos; Miguel Preciado, con cierta preferencia por lo truculento; Vicente Sanchis Roig, que parte sobre todo de las curaciones; Manuel Sánchez Navarrete, con repertorio muy variado; o Matías Ruiz Esteve, que busca el lado humano en sus composiciones.

Es curioso el hecho de que tratándose de un tipo de literatura popular como se trata haya relativamente pocas obras anónimas. Tal vez influya en la decisión de firmar las obras, incluso cuando se trata de autores conocidos como los señalados anteriormente, el hecho de considerarlas como un tributo de devoción al Santo, e incluso puede que sea decisivo el carácter popular que impide el desconocimiento del autor, ya que se trata de festejos callejeros con el correspondiente tinglado de juntas y demás ante las que es prácticamente imposible permanecer en el anonimato.

Cuando las obras vienen firmadas por iniciales M. P. o P. P., fácilmente se identifican como producto de las plumas de Miguel Preciado o de Pascual Pérez Rodríguez, respectivamente. Se trata de un anonimato difícil de mantener.

La difusión de los «milacres»

El hecho de que los milacres estén redactados en lengua valenciana y que su finalidad sea la representación en las fechas, fijadas cada año, naturalmente reduce su difusión. Aunque la posible venta de los fascículos al pie del altar o su distribución entre los miembros de la cofradía establece tipos de circulación distinta de la que normalmente tiene el texto de teatro.

Tal vez los que hayan gozado de mayor difusión son aquéllos que fueron incluidos en colecciones de teatro para la niñez o para representar en colegios y sociedades recreativas, como se ha señalado oportunamente.

Pero hay otro dato a favor de la difusión de algunos milacres y sería que algunos aparecieron en publicaciones periódicas.

La revista L’Antigor, publicó varios milacres, fruto de concursos establecidos por la misma sobre el tema. Se conservan por lo menos tres que son los de Joaquín Badía y Adell, en 1906, Lo ermitá finchit (El ermitaño fingido), El mocaoret milagrós (El pañuelo milagroso), de Antonio Asencio Castillo, de 1907, y Pascuala o la muda de Valencia, de 1910, del mismo autor.

El cuento del Dumenche, semanario ilustrado de orientación popular fundado en Valencia en 1908 por Luis Bernat y Ferrer, publicó también algunos milacres, como Lo fill del cristiá, de José María Juan García, estrenado en 1917 y premiado por Lo Rat Penat. También recogió La llecha (La fea), de Francisco Vidal y Roig, estrenado en 1912.

También El anunciador valenciano recogió El incrédul, de José María Juan García, estrenado en 1915. Y hasta se da el caso, en 1955, de que La Sabateta (El zapatito), calificado como «célebre milagro de San Vicente niño» (San Visent chic), se publica en el Boletín de Información de la Asociación Católica de Maestros, en adaptación «para párvulos». El autor es Manuel Sánchez Navarrete, maestro.

A partir de los años cuarenta, como se ha hecho notar, muchos milacres quedan inéditos, conservándose copia manuscrita de ellos en distintas colecciones. Y a partir de este momento abundan también los que alcanzan algún premio en el Certamen del Patronato de la Juventud Obrera de Valencia, que se convoca anualmente.

Estudio especial de algunos textos

Hemos escogido tres textos distintos con el fin de estudiar sus características. De esta forma podrá profundizarse más en el conocimiento de los milacres vicentinos, a la vez que fácilmente se descubrirán constantes, a pesar de las singularidades de cada autor.

a) Milacre que Sen Visent Ferrer eixecutá en la portería del convent de Predicadors de esta ciutat de Valencia en el año 141299.

Data de 1835 y José Martínez Ortiz lo atribuye al Padre Juan Arolas. Corresponde al número 4 de su catálogo.

El argumento, tomado de Vidal100, es el siguiente:

Estando San Vicente en Valencia fue a pedirle limosna una pobre mujer natural de Salamanca. No teniendo el Santo otra cosa que darle, le entregó su sombrero; y como este auxilio pareciera inútil a la mujer para remediar su necesidad, San Vicente le declaró: «Hermana, confíe, que mientras tenga esa prenda no le faltará el sustento». La pobre así lo creyó. Emprendió camino hacia su tierra y en la primera venta encontró al ventero muy enfermo. Quiso probar la virtud del sombrero, y lo puso sobre la cabeza del ventero que curó repentinamente. Continuó aplicando la reliquia a cuantos enfermos encontraba por las poblaciones de paso, y en todos destilaba aquella prenda maravillosa salud. Habiendo llegado la mujer a Salamanca continuó haciendo lo mismo, lo que advertido por los religiosos dominicos del Convento de San Esteban de aquella ciudad, y previa consulta para mayor honra de la reliquia, procuraron adquirirla, asignándole a la mujer una pensión vitalicia para que pudiera pasar la vida sin estrecheces; y así se cumplió lo que el Santo predijo en Valencia: «Que con aquella prenda nunca le faltaría el sustento».

Los personajes que intervienen en la acción dramática del Padre Arolas son los siguientes:

San Vicente, El Compañero (sic), El Ventero (El Hostaler), La Hostalera, La Pobre (La Pobra).

El desarrollo es muy sencillo. Aparece San Vicente con un soliloquio en perfectos endecasílabos y heptasílabos, formando una silva, que escucha el Compañero. Los conceptos emitidos por el Santo se refieren a la conversión del mundo, la justicia de Dios, el Juicio Final y el castigo que se avecina. La intervención del Compañero se limita a manifestar en voz alta y en breve silva asonantada la impresión que le producen las palabras de San Vicente, para introducir inmediatamente a la Pobre que mantiene con el Santo conversación en la que expone sus dificultades para trasladarse a Salamanca a la vez que acepta el donativo del sombrero. Desde que aparece la Pobre hasta el final de la obrita los diálogos se mantienen en el clásico romance octosílabo. El resto de la acción se reduce ya a la conversación de la Pobre con la Ventera, a la curación del Ventero y a la exhortación final de la Pobre en la que hace un acto de fe en el poder milagroso del Santo y de su sombrero que ha de ser la fuente de su sustento hasta el final de sus días. En los últimos versos hace una alusión al milagro sobre «Las naves» de Barcelona, que será tema para otros milacres. Se omite el hecho de que los dominicos le compraran el sombrero a cambio de una pensión vitalicia.

La obra es corta y destaca la ausencia de conflicto, así como la cuidada versificación. En cambio la ortografía está de acuerdo con la fonética valenciana popular, y el vocabulario es, como en el habla del momento, fuertemente castellanizante. Ciertas contracciones denotan desconocimiento de la sintaxis valenciana, inexplicable en un autor culto como es el Padre Arolas, a menos que intencionadamente se haya plegado ante las formas populares imperantes.

En las «poesías varias que se colocarán en las inmediaciones del altar» destaca el hecho de que la casi totalidad esté en castellano, pues de doce, tan sólo una décima aparece en lengua valenciana. Y entre ellas hay un verdadero muestrario de estrofas, pues hay sonetos, sextillas, décimas, una octava real y cuartetas.

Se alude en ellas varias veces al hecho circunstancial de que habiendo fallecido el clavario del altar, todos los vecinos se han constituido como clavarios, lo cual sería índice claro de las peripecias pasadas, a la vez que del fervor que los milacres inspiraban. Pero hay una estrofa curiosa en la que se apunta la crítica hacia el público con humor:


No busques vanamente con esmero,en medio del gentío numerosoque acude al Altar santo y religioso,De VICENTE doctísimo el sombrero;Que aquél era de paja y nada finoPorque no fue VICENTE lechugino101.

b) Milacre que en el any 1359 obró el gloriós Sant Vicént Ferrer curant a Tonet Garrigues que patía unes apostemes en el coll102.

Correspondiente al 101 del catálogo de Martínez Ortiz, lo atribuye este autor a José Garulo. Representado el citado año en la calle del Mar, igual que el anteriormente reseñado, recoge en su argumento el tema de la curación del hijo del especiero, tema muy llevado y traído y que señalaría el inicio de los milacres.

Al situar la acción en el despacho del notario Guillem Ferrer, padre del Santo, aprovecha el autor para ofrecernos con rápidas pinceladas escenas costumbristas que sin duda alguna reflejan más la situación del siglo XIX que la del siglo XIV en que vivió el Santo. Vicente Ferrer niño aparece como alumno aplicado que madruga para preparar la lección que le tocará «leer» en clase, pues como hay muchos enfermos el turno corre más veloz y los que asisten tienen que llevar la lección aprendida. Un personaje interesante es Josep Conesa, el escribiente de la notaría, que en gracioso soliloquio lamenta las calamidades que se le vienen encima al pobre escribiente y hasta llegará a manifestar a su dueño, Guillem Ferrer, la irracional situación económica suya, pues gana igual que un peón y tiene que vestir bien -nada más por el qué dirán- aunque haya de pasar estrecheces en la comida, mientras el peón invierte en comida lo que gana, pues puede ir mal vestido y roto.

La crítica a los médicos del momento corre a cargo del escribiente y de Miguel Garrigues, el afligido padre de Tonet. Y también estos dos personajes se encargan de exponer las tribulaciones familiares que suponen las impertinencias de la mujer y los hijos.

El escribiente llega a afirmar:


Eh, depreniu, chavaletsque es posen a festecharsens saber cuánt fan pasara un home, dona y chiquets103.
(Aprended, muchachos / que os echáis novia / sin saber lo que hacen padecer / a un hombre la mujer y los hijos.)

La alusión, dirigida al público y hecha en tono juglaresco, forma parte de esa sabiduría popular, cazurra y desconfiada, que impregna a la obra.

Este tono de desconfianza alcanza al propio Vicente Ferrer, niño, que antes de efectuar la curación de su amigo pregunta si la enfermedad de Tonet no será una triquiñuela.

El desenlace es sobradamente conocido. Y al final de la obra se termina dando vítores al Santo, a Valencia y a su Reino que lo tienen como patrón.

La versificación está a tono con el ambiente costumbrista e intencionado que se refleja en la obra. Y tanto las cuartetas como el romance o como el romancillo pentasílabo son ágiles y espontáneos, lo que da lugar a que a veces el poeta se tome alguna licencia métrica. Cuando interviene San Vicente el ritmo se hace más pausado y se toma como vehículo expresivo la combinación de heptasílabos y endecasílabos que riman a pares.

Entre los poemas colocados alrededor del altar hay un «salmo», en castellano, compuesto para tal ocasión en el que se hacen alusiones a Vicente, «grande entre los escogidos de Dios», que dio al niño la salud «a que no le bastaba la ciencia del hombre».

También hay un curioso «romance con eco», en valenciano, otras composiciones en metros breves y dos acrósticos dedicados uno al clavario del año y otro a un sacerdote.

Alternan las composiciones en castellano con las valencianas. Y por lo que respecta a la grafía de algunas palabras así como al vocabulario hay que admitir, como en los demás casos, la notable influencia castellana.

c) Milacre de la muda

Es de Eduardo Escalante y se compuso para representarlo en el altar del Mercado en 1855 con motivo de las fiestas del cuarto centenario de la canonización de San Vicente Ferrer104. Corresponde al número 66 del catálogo de Martínez Ortiz, que resume así su argumento:

El hecho ocurrió en Valencia en 1410. Después de predicar el día de San Juan Bautista en el Mercado, en la parte recayente a la Bolsería y ante un auditorio de 30.000 personas, se le acercó una mujer muda de nacimiento. Hízole el Santo en la frente y en la boca la señal de la Cruz y preguntole qué quería. Hablando ésta entonces, díjole que la salud corporal, el pan de cada día y la facultad de hablar. Contestole: «Tres cosas pides, mas Dios te concederá sólo las dos primeras, porque el hablar no le conviene a tu alma. Alaba a Dios con silencio y confianza y no pretendas hablar». «Haré, Padre, lo que mandas» -dijo-, y ya no habló más. Sobrevivió con medios modestos de vida y sanó de sus dolencias.

Este tema en manos de Eduardo Escalante, el popular sainetero valenciano, indudablemente era una tentación demasiado fuerte como para no decantarse del lado festivo. En efecto, en su tratamiento Escalante recurre al humor. Agustina, la muda, habla por gestos con el médico. Éste en contraposición aparece como un charlatán; y un personaje, Martí, lamenta que su mujer sea tan habladora. Por si fuera poco, nos encontramos con dos graciosos, Roc y el lego que acompaña al Padre Vicente (El Llec). Este lego está dotado de fuerte sentido de la cazurrería, como se puede comprobar en las réplicas que da a Pere, el marido de la muda, que ha obtenido del Santo dos favores, pero no la devolución del habla.

LLECAmigo, el Pare Visentbé sap bé lo que se fa:si es pensa en este milacre,¡cuán el marit ha guañat!
PEREPare Visent, ¡cóm pagarlifavor y grasia tan gran!
LLEC¡Si está póc content el hóme!Ya se vé, cóm ha logratla salut de sa muller,pesetetes,tíndrela a mes, ¡quin plaer,en les dents apretaetesy muda com un paller!
(LEGOAmigo, el Padre Vicentebien sabe lo que se hace:si se piensa en este milagro,¡cuánto ha ganado el marido!
PEDROPadre Vicente, ¡cómo pagarlefavor y gracia tan grande!
LEGO¡Pues no está contento el hombre!Ya se ve cómo ha logradola salud de su mujer,pesetitasy además tenerla, ¡qué placer,con los dientes apretaditosy muda como un pajar!)105.

La crítica costumbrista, como se ve, está servida con gracia y con naturalidad. La versificación, como corresponde a un autor con oficio y con dominio de los resortes, es galana, ligera, con diminutivos frecuentes, con juegos de palabras, y no rehúye los castellanismos más patentes: estómago, topo, jota, algo, bolsillo, aliento, ánimo, loco, tonto, amigo, consuelo, guadaña, vamos, arrebato, modelo, etc., dan la impresión de que a veces nos hallamos ante un texto que si no es formalmente bilingüe dista poco de traducir la realidad del habla popular valenciana del momento. A veces la palabra suelta se transforma en la frase hecha y entonces aparecen expresiones como «tirar el resto» o «¡Por vida de la pena negra!». Y en cuanto a la ortografía no puede estar ya más cerca de la castellana en palabras que hay que leer de acuerdo con la fonética castellana para entenderlas, como «vach» (voy), «roch» (rojo), «guaña» (gana), «caña», o «empeñat», «Chesús», y otras muchas que podrían citarse.

Los intérpretes de los «milacres»

Para nosotros dilucidar este punto es de importancia capital. Sobradamente hemos aludido a las figuras de bulto presentes desde el principio en los altares donde se representan los milacres. De estos bultos se conserva una colección en la Parroquia de San Esteban de Valencia. De ellos se sabe que han sido varias veces restaurados.

Los bultos de San Esteban tienen su origen, perfectamente conocido, en 1596, como consecuencia de la constitución de una Hermandad con sede en dicha parroquia con el fin de celebrar la fiesta conmemorativa del bautismo de San Vicente Ferrer, que, como se sabe, fue realizado en la parroquia citada. La Hermandad se creó a iniciativa de Fray Domingo Anadón, dominico, y del notario valenciano José Benito de Medina. De ahí en parte que los bultos de San Esteban sean propiedad del Colegio Notarial de Valencia que responde de su custodia y cuidado. Por su cuenta se han restaurado varias veces, la última de las cuales parece ser la de 1919.

En realidad la colección actual data de la segunda mitad del siglo XVIII y se debe al imaginero valenciano José Esteve que los construiría en su totalidad o solamente las cabezas. Son figuras de talla superior a la normal, visten atuendos convencionalmente barrocos y representan a los personajes que se supone que intervinieron en el bautismo de San Vicente Ferrer. Dichos bultos se exhiben cada año en el citado templo durante las fiestas vicentinas, fuera del teatro.

Obsérvese que los bultos de San Esteban no pertenecen propiamente a los que se usaban en los altares para representar plásticamente los milacres, como consta por numerosos testimonios escritos, por la tradición oral y por la práctica. Los bultos de San Esteban en realidad se construyen paralelamente a los que de forma habitual se venían usando desde los principios para los milacres. Y a su vez representan un pasaje de la vida del Santo, o sea, el de su bautismo.

Nos consta que en cada altar había a veces varios milacres representados, por tanto la cantidad de bultos, de cuadros, de pinturas y demás, que de todo hubo, sería verdaderamente numerosa106.

Que las figuras de bulto, inmóviles, fueron sustituidas por otras dotadas de movimiento mecánico, está suficientemente probado. En la descripción de Tomás Serrano se alude al «sol y la luna (que) hacían por ella -la esfera celeste- su curso regular». El dato es de 1762, y bien podrían ser un resto de figuras autómatas empleadas con más profusión anteriormente, puesto que en este momento creemos que ya tenían personas para los actores propiamente intérpretes del milacre.

Todo ello hace suponer que autómatas, bultos y actores convivieron en los milacres en la misma época, cuando no en el mismo espectáculo, aunque lentamente se impusieron los actores.

J. E. Varey aduce un testimonio decisivo sobre el particular: «Los valencianos siempre mostraron vivo interés por representaciones de figurillas mecánicas… y ahora mencionaré, nada más, las representaciones de autómatas que se vieron en Valencia en 1599, 1609, 1655, 1659 y 1663. A fines del siglo XVIII, todavía se vieron representaciones de los milagros de San Vicente Ferrer hechas por medio de figurillas autómatas, y, durante aquel siglo y el siguiente, se introdujeron figuras mecánicas en las fallas»107.

Es de notar que, según la afirmación de Varey, ese todavía se vieron a fines del siglo XVIII coincide con nuestra suposición, pero implica más abundancia anteriormente y que se ha entrado ya en período de extinción. En cambio, de las fechas que cita con anterioridad deducimos, de acuerdo con las fuentes informativas que señala a pie de página, que en 1599 fue con motivo del casamiento de Felipe III108. En 1609 fue para celebrar la beatificación de San Luis Beltrán109. En 1655, precisamente los autómatas están presentes en los festejos de San Vicente Ferrer110. En 1659 y en 1663 los motivos son respectivamente la canonización de Santo Tomás de Villanueva, y las fiestas de la Inmaculada Concepción de la Virgen María111112. Y las noticias de finales del siglo XVIII se ven confirmadas además por el testimonio también citado por Varey de Alexandre de Laborde113.

Aunque no esté probado documentalmente por ahora el momento en que se hace la transición de los bultos, inmóviles o autómatas, a personas, sobre el particular hay tres hechos que se perfilan:

  1. Que se haría el cambio posiblemente repetidas veces y no totalmente. Es decir, que se irían alternando los dos sistemas, a los mejor coincidiendo ambos en la representación del mismo milacre.
  2. Que a principios del siglo XIX, época de la que proceden los primeros textos hallados por ahora, el cambio parece definitivo.
  3. Que según la opinión general los intérpretes fueron siempre niños.

José Martínez Ortiz se hace eco de esta tradición con la que coinciden todos los testimonios orales hasta el punto de denominar a los intérpretes con la expresión popular en Valencia de los «chiquets de milacre»: «La representación de los milacres -repetida varias veces en cada uno de los días de la fiesta vicentina, con pequeños intervalos de descanso que sirven también para que se renueve el público-, se ha llevado a efecto siempre por niños, cuyo atuendo, en la mayoría de los casos y pese a su pretendida fidelidad, dista no poco del que correspondería a la época del gran taumaturgo valenciano. Lo importante es destacar la antigüedad de los hechos y ello se logra con trajes propios de un pasado no inmediato, cualquiera que sea el anacronismo con la acción o el de unas partes con otras.

Años atrás, esta función interpretadora corría a cargo exclusivamente de los huérfanos acogidos en el Colegio Imperial de los Niños de San Vicente Ferrer, que acudían a los distintos altares a desempeñar su misión con el mismo cuidado y acierto que aún hoy les es propio, pero el carácter popular de la fiesta y su gran vitalidad hizo que pronto fuesen los muchachos de cada uno de los barrios en donde se levanta Altar los que se encargasen de la representación del milacre escrito o elegido para ellos114.

Por otra parte el carácter ingenuo e infantil de los textos acredita a los niños como intérpretes ideales de estas representaciones callejeras.

Carácter infantil de los «milacres»

Los testimonios orales y tradicionales confirmados por las palabras de José Martínez Ortiz, ya citadas, al hablar de los intérpretes, vienen rubricados por otras pruebas extraídas de las propias obras, así como por el carácter infantil e ingenuo de las mismas.

En varios milacres se hace constar que se han compuesto para representarlos niños o que fueron representados por ellos. La alusión más frecuente hace referencia al Colegio Imperial de Huérfanos de San Vicente. Y que fueron representados en dicho Colegio o en sus patios.

Nada sorprendente tampoco que otros milacres se deban a la pluma de Padres Escolapios y que la alusión ahora se refiera al Colegio Escolapio Andresiano, que conserva, igual que el centro anteriormente citado, interesante colección.

Sin ambiciones exhaustivas baste recordar que La font de Lliria y Perseverancia de un penitent, de 1882, ambas de Vicente Hervás, fueron compuestas para el Colegio Imperial de Huérfanos de San Vicente. Y lo mismo cabría recordar de obras de Jaime Peiró y Dauder, de Rafael Ramírez Torrent y otros.

En cuanto a los Escolapios, tan vinculados a la educación de la juventud, será suficiente recordar al Padre Juan Arolas, autor de milacres -por lo menos uno se conserva-, al Padre Eugenio Almenar Pechuán, de El compromiso de Caspe, al Padre Pascual Pérez Rodríguez, que escribe El diable prés, en 1855, y La venta improvisada, en 1867, y al Padre Pompillo Tortajada Sancho, autor de El giquet que fa milacres.

Otras pruebas podrían aducirse a cuenta de obras cuyos autores no parecen ligados a ninguna institución como el que Prudencio Alcón y Mateu, al publicar El capell de Sant Vicent (El sombrero de San Vicente), s. a, hace constar: «Milagro vicentino en un acto y en verso para ser representado por niños». Lo mismo que rastreando en otras obras debidas a religiosos franciscanos o dominicos, encontraríamos sin duda alguna, la intención de servir a los grupos infantiles o juveniles más o menos vinculados a sus actividades educativas y apostólicas.

Pero la confirmación definitiva está en que algunos milacres forman porte de colecciones dramáticas dedicadas a los niños que nada tienen que ver con las fiestas vicentinas.

De una colección denominada Teatro de la Niñez se sabe que por lo menos en sus números 6, 7, 10 y 91 se recogen los siguientes milacresLa sega, mut, perlática y baldat…, de Vicente Sanchis Roig, en 1878, El incrédul convertit, de Eduardo Escalante, en 1878, Lo Anchel y lo Diable, de Vicente Boix, en 1892, y El rey moro de Granada, de José Bernat y Baldoví, en 1879. Esta colección se publicaba en Valencia en la Imprenta-Librería de Juan Mariana y Sanz. El hecho de que estas obritas tengan fecha de estreno y su inclusión en Teatro de la Niñez y que algunas sean de autores bastante celebrados, confirmarían la proyección que los milacres pudieran tener en el teatro infantil valenciano que en el siglo XIX tuvo indudable importancia, por lo menos en cuanto a cantidad de obras aparecidas en la ciudad, tanto en lengua valenciana como en lengua española.

De dos obras de Salvador Calvo, El bateig de San Visent, publicada por Sucesores de Badal, en 1914, y La mort de Sant Visent, o un Anchel que s’en va al Cel, publicada por la misma editorial, en 1919, se hace constar que pertenecen a la Colección de Comedias morales para representarse en Colegios y Sociedades recreativas.

Todas estas denominaciones responden perfectamente al teatro infantil de la época. Por tanto, el carácter infantil de estos textos, como venimos diciendo desde el principio, aparte su ingenuidad, cosa en la que coinciden con algunos medievales tenidos por infantiles -erróneamente a nuestro juicio-, hay que buscarlo en las condiciones de teatro moral y blanco, que exige la sociedad de su tiempo al teatro infantil en general. De esto no cabe dudar por la infinidad de ejemplos que pueden cotejarse sin salir de los aludidos en este estudio. Por otra parte, no se trata de textos que hayan resultado convenientes para contar a los niños como intérpretes, sino de textos cuyos autores eran conscientes de que los iban a interpretar exclusivamente niños.

Los personajes infantiles no abundan en los milacres. Sólo cuando lo exige el argumento del milagro puesto en escena. Así sucede, por ejemplo, en Lo giquet del lloch de Sant Gil, de Joaquín Badía y Adell115, que relata la curación milagrosa de un niño, o en Lo fill del cristiá, de José María Juan García116, en el que San Vicente salva al niño de un matrimonio cristiano arrojado a un pozo por unos bandidos. Más numerosa es la participación de niños en los milacres que se refieren a hechos de la vida del Santo cuando era niño, como todos los relativos a la curación del niño Antonio Garrigues. Por cierto que dentro de esta serie hay uno, El Metge prodigiós, de Vicente Boix, publicado en 1861117, en el que se hace constar que el argumento se buscó teniendo en cuenta que había de ser interpretado por el niño Vicente Belenguer Peiró, bautizado en la pila del Santo con gran solemnidad y con padrinos ilustres, por haber nacido el 28 de junio de 1855, nacimiento que era el más próximo a la fecha en que se cumplía el centenario de la canonización de San Vicente. El intérprete principal contaba, por tanto, seis años.

En esta línea de personajes mayoritariamente infantiles hay que colocar La sabateta, de José Garulo, en 1842118 y Els horfens de Sen Visent, de Vicente Boix, en 1860119. Según este último, el Santo salvó a un grupo de niños hijos de moros expulsados que fueron atacados por unos vecinos. El Santo les consiguió asilo y conversión.

«La sabateta», de Manuel Sánchez Navarrete

El tema de La sabateta (El zapatito) es uno de los que más se presta a la intervención de niños como personajes. De hecho son cuatro, por lo menos, los milacres con este tema en el catálogo de José Martínez Ortiz, y los cuatro con el mismo título. Dos veces corresponde a obras de José Garulo, de 1842 y 1854 respectivamente, otra es un manuscrito anónimo y sin fecha, conservado en el Archivo del Colegio Imperial de Niños de San Vicente Ferrer, con toda probabilidad de los años 40, y el otro es de 1945 y pertenece a Manuel Sánchez Navarrete, en «adaptación para párvulos»120.

Portada de un «milacre» atribuido fundadamente al P. Juan Arolas. Valencia, 1835

El hecho de haber sido escrito expresamente para párvulos, intención hasta ahora nunca tan específicamente formulada en la historia de los milacres, sorprende a primera vista, pero no significa que con frecuencia no haya habido párvulos en las representaciones de los milacres vicentinos, si no en la totalidad de sus intérpretes, sí mezclados con otros niños de algunos años más. Se da el caso curioso de que en el más antiguo de los textos conservados, en las acotaciones se hace constar la edad del niño que desempeña el papel de San Vicente Ferrer, nueve años. Y para el que interpreta el papel de Tonet Garrigues, el miraculado, se anota que tiene cinco años. Esto en el texto del Padre Luis Navarro, de 1817.

En esta versión de La sabateta la novedad reside en la voluntad tan claramente expresada por su autor y en el conjunto de los intérpretes.

Si lo estudiamos más detenidamente es precisamente por esta posible confirmación del carácter extraordinariamente infantil que le ha querido dar el autor y ver en qué lo cifra.

El argumento versa sobre uno de los milagros más ingenuos atribuidos, al Santo cuando era niño: el de haber hecho subir las aguas de un pozo para recuperar un zapato que se le había caído en él a un compañero suyo de juego.

Unos niños están jugando junto a un pozo. Uno de ellos se quita el zapato para remachar sobre el brocal un clavo que le da punzadas. Llega otro corriendo, le da un empujón y el zapato cae en el pozo. Las discusiones y lloros y hasta los amagos de pelea cesan cuando llega San Vicente. Hace oración, sube el nivel del agua en la que flota el zapato y lo recobra.

Intervienen con palabra sólo cuatro niños. Entre ellos naturalmente San Vicente. Y aunque no haya sermón propiamente tal, sí aprovecha San Vicente la ocasión para recomendar la oración y el perdón.

La ingenuidad del argumento no impide que San Vicente aparezca con el aplomo, seriedad y superioridad tópicas de las vidas de santos al uso, pero tan poco acordes con el carácter infantil.

La brevedad de la obrita, ochenta y cinco versos octosílabos, repartidos en dos series romanceadas de extensión aproximada, presenta la particularidad de tener algunas réplicas algo extensas, de ocho y diez versos. Tal vez el autor haya buscado favorecer la memorización y simplificar las intervenciones, aun contando con los riesgos de retardar la acción.

El conflicto queda algo mitigado ya que la causa de que el zapato caiga en el pozo es involuntaria. En esto Sánchez Navarrete ha obrado de forma distinta a la de José Garulo, que en su versión de La sabateta, de 1854, hace que el zapato vaya al fondo del agua intencionadamente, por juego.

Por otra parte el desenlace no podía deparar ninguna sorpresa, ya que el milagro objeto de la representación, al igual que otros muchos, es totalmente conocido por parte del público.

Hay un intento de caracterización en la presentación de un cojito. Igual que se apunta al juego rítmico al principio al recomendar movimientos al compás de la música, aunque no se alude a cuál sea ésta. El final en cambio está marcado por la actitud plástica al quedar todos los niños arrodillados, a invitación de San Vicente, para dar gracias a Dios por el milagro.

En su conjunto no puede decirse que haya aportaciones especiales que determinen su dedicación a los párvulos, si entiende el autor como tales a niños de menos de seis años. Cierto que en lenguaje es sencillo y cuidado, pero en nada difiere del ordinariamente empleado en los milacres. Tal vez la voluntad infantilizadora se haya puesto en las invitaciones al juego y en la supresión de sermón.

De todas formas el hecho de haber pensado en este especial destino es algo que supone un intento más y, por supuesto, no le quita ningún mérito. Al contrario, sirve para demostrar, una vez más, el carácter infantil de los milacres, cosa que no se puede discutir.

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